Gatos pantallescos

 

 


           Los gatos pantallescos, llamados también fictiomininos o gatos de ficción han hecho las delicias de muchos y por eso se merecen atención.

No vamos a mencionar a todos, por falta de tinta y de ganas, pero sí a los más notorios, comenzando con el gato Félix, un animal en blanco y negro que, pese a tener la tira de años y ser solo un chasis de gato, nos parecía bastante mejor dibujado que Doraemon, el gato cósmico, vergüenza de la ilustración del siglo XX. Este gato era muy primario, sobre todo en su forma de andar, pero resultaba muy simpático.

Tom es quizá el siguiente en línea cronológica. Nos daba mucha pena, pues el ratón Jerry siempre le vencía y dejaba su cuerpo partido, triturado, quemado, fracturado, desgarrado, etc. El ratón mostraba siempre una sonrisa impertérrita y un sadismo impresionante ante los accidentes que sufría el gato. Afortunadamente para sus fans, pronto se recobraba, al igual que el coyote de las películas del Correcaminos.

Bugs Bunny, el único conejo ganador de un Oscar, venía siempre acompañado por el gato Silvestre, al que el canario Piolín torturaba sin piedad. Diríase que el papel gatuno estas historietas consistía siempre en ser el payaso de las bofetadas. Lo mismo podría decirse de Mr. Jinks, al que Pixie y Dixie abocaban siempre a situaciones con necesidad perentoria de ambulancia.

Completamente achuchables eran (al menos para nosotros) Don Gato y su pandilla. La manera en que conseguían sobrevivir (y ser felices, a juzgar por sus sonrisas) entre los callejones y los cubos de basura de Nueva York es algo digno de encomio. Estos dibujos mostraban a los niños la difícil vida de los pobres, de los que viven en la calle, de los desheredados de la fortuna. Estos dibujos inculcaban, además, el valor de la amistad, la camaradería y la lealtad.

Pero no nos pongamos tiernos, porque hay otros gatos totalmente inmorales, que nos hacen desconfiar plenamente de aquellos a los que gustan. Sirva de ejemplo el malvado Garfield, que aparece en tiras y series mal tituladas como Garfield y sus amigos. Esto es mentira. Garfield no tiene ningún amigo ni quiere a nadie, salvo a él mismo. Cómo puede triunfar una personalidad tan odiosa y que sea celebrada es algo que no acabamos de entender. (Obviamente, los fans de Garfield nos odiarán a partir de este momento).

Hay otros gatos (y gatas) más recientes, nos dicen, como los gatos samuráis, a los que desconocemos, o Kitty (de Hello Kitty), que no recordábamos que fuese un gato.

Y pasando a la gran pantalla, hay muchos disneygatos dignos de mención. Muy pocos recordarán el nombre de los protagonistas de Un gato del FBI o El gato que vino del espacio, pero seguro que recuerdan a Fígaro, de Pinocho, estaba en la película como elemento decorativo, porque no intervenía en la trama.

Los que sí le daban a su historia un giro radical con sus apariciones eran Sy y Am, los gatos siameses de La dama y el vagabundo, quienes, en su afán de beberse la leche del bebé, armaban una gran trapatiesta en la casa y rompían muebles, lo que provocaba que la odiosa tía Sara (¡qué personaje tan bien descrito!) culpase a la pobre Reinita y decidiera ponerle un bozal, inaudita crueldad que hizo llorar a muchos niños (queremos creer que fueron muchos niños los que lloraron con esto y no solo nosotros).

Otro gatazo malo era Lucifer, de La cenicienta, que impedía que los ratones Gus y Jack liberasen a la protagonista a tiempo para probarse el zapato. ¡Menos mal que el fiel Bruno estaba por allí y le daba su merecido al villano, que se precipitaba por una ventana y suponemos que gastaba una de sus vidas en la caída! No le daba pena a nadie, por cierto.

Para quitarnos el mal sabor de boca, acabaremos con una familia de gatos realmente adorable: la que acaban por formar Los aristogatos. En este film aparecen a mansalva y los hay de todos los colores. Muchos son músicos de jazz y hacen las delicias de los públicos con sus canciones. Como es habitual en estas películas (y en la vida real) los humanos son los malos.

Pero como nos hemos dejado algún que otro gato importante, tenemos que desdecirnos de lo que habíamos anunciado y mencionar a dos gatos realmente siniestros. El primero es un gato sin nombre que aparece en las películas de James Bond, sobre las rodillas del jefe de la malvada organización Spectra, mientras éste le acaricia con mano huesuda. El otro es Winston Churchill, de la novela (y película) stephenkinguesca Cementerio de animales: un bicho al que atropella y mata un camión y cuyo cadáver decide convertirse en un zombigato y dar un susto morrocotudo a sus afligidos dueños, apareciéndoseles por doquier.

Finalmente hay una famosa película, La gata sobre el tejado de zinc, en la que salen Paul Newman y Elizabeth Taylor, pero ninguna gata, salvo que nos durmiéramos durante alguna escena y nos la perdiéramos. Así es que el título de la película resulta un timo para todos aquellos amantes de los gatos que fueron a verla. Lo mismo les sucedió a los aficionados a los canes que pagaron su entrada para ver Un perro andaluz, de Buñuel, en donde tampoco sale perro alguno ni andaluz ni de ningún otro sitio.

 

Lope contra Góngora

 


Antes de empezar he de pedir perdón al lector por dos cosas. Primero porque este escrito no tiene maldita la gracia. Y segundo porque lo que sí tiene es un exceso de erudición aburrida. Pero como en realidad toda la erudición es aburrida, esta aclaración resultaba innecesaria. ¿Qué se le va a hacer? El tema lo exige y si alguien no quiere leerlo, puede saltárselo.

 

Félix Lope de Vega y Carpio y Luis de Góngora y Argote no se llevaron mal en persona, no se hicieron faenas (como la que le hizo Quevedo a Góngora, comprando la casa en la que éste estaba de alquiler para poder desahuciarle). De hecho, Lope le dedicó al cordobés una comedia, Amor secreto hasta celos, y a su muerte, en 1627, le escribió un bello soneto.

 

Pero si lo personal no fue feo, lo literario ya fue otra cosa. Góngora, como príncipe soberano que era del culteranismo, despreciaba soberanamente a Lope, al que denominó «pato de la aguachirle castellana». En cambio, se definió a sí mismo como «el cisne del Betis». A su parecer, Lope tenía un estilo literario simple y vulgar, por lo que le atacó en varias ocasiones y hay que decir que fue siempre el primero en hacerlo. En 1598 Lope publicó su poema La Dragontea y, nada nada más aparecer, Góngora le puso a caldo en un soneto:

 

Señor, aquel Dragón de inglés veneno,

criado entre las flores de la Vega

más fértil que el dorado Tajo riega,

vino a mis manos: púselo en mi seno.

Para rüido de tan grande trueno

es relámpago chico, no me ciega.

Soberbias velas alza: mal navega.

Potro es gallardo, pero vas sin freno.

La musa castellana bien la emplea

en tiernos, dulces, músicos papeles,

como en pañales niña que gorjea.

¡Oh planeta gentil, del mundo Apeles,

rompe mis socios, porque el mundo vea

que el Betis sabe usar de tus pinceles!

 

Calificó a Lope de «poeta tagarote» y le instó a que dejase de escribir, porque lo hacía muy mal. En otra ocasión le denominó «idiota sin arte ni juicio» y se refirió a él siempre como «Lopico», dando así a entender que no le concedía importancia como enemigo, como se ve en la siguiente quintilla:

 

Dícenme que hace Lopico

contra mí versos adversos,

pero si yo versifico

con el pico de mis versos

a este Lopico lo pico.

 

En 1609 Lope publicó El peregrino en su patria y puso en la portada un escudo nobiliario con las torres de Bernardo del Carpio, para presumir algo de nobleza. Góngora, que no le dejaba pasar una, le recordó su origen humilde:

 

Por tu vida, Lopillo, que me borres

las diez y nueve torres del escudo,

porque, aunque todas son de viento, dudo

que tengas viento para tantas torres.

¡Válgante los de Arcadia! ¿No te corres

armar de un pavés noble a un pastor rudo?

¡Oh troncos de Micol, Nabal barbudo!

¡Oh brazos Leganeses y Vinorres!

No le dejéis en el blasón almena.

Vuelva a su oficio, y al rocín alado

en el teatro sáquenle los reznos.

No fabrique más torres sobre arena,

si no es que ya, segunda vez casado,

nos quiere hacer torres los torreznos.

 

Para insistir en la lengua llana de Lope, le dedicó un divertido soneto imitando el estilo de habla de los esclavos negros para meterse con La Jerusalem conquistada, que Lope acababa de publicar:

 

Vimo, señora Lopa, su Epopeya,

e por Diosa, aunque sá mucho legante,

que no hay negra poeta que se pante,

e si se panta, no sá negra eya.

Corpo de San Tomé con tanta Reya.

¿No hubo (cagayera, fussa o fante)

morenica gelofa, que en Levante

as Musas obrigasse aun a peeya?

¿Turo fu Garcerán? ¿Turo fu Osorio?

Mentira branca certa prima mía

do Rey de Congo canta don Gorgorio,

la hecha si, vos tuvo argentería,

la negrita sará turo abalorio

corvo na pruma, cisne na harmonía.

 

Aquello no podía quedar así y Lope, en vez de callarse, devolvió centuplicadas las puyas, riéndose a mandíbula batiente del estilo culterano. En una carta a un amigo escribió: «Un soneto vide de don Luis. Agradome. Escribe ya en lengua castellana, que dicen que se le apareció una noche vestida de remiendos de diversos colores y le dijo: “Hombre de Córdoba, mira cuál estoy por tu causa: los pies errantes, el rostro mentido, los ojos brillantes, las manos ministrantes, ostentando remiendos y emulando jirigonzas. Vuélvete a tus exordios, restitúyeme la llaneza de Herrera y de Laso.” Con la cual estupenda visión habla ya en nuestra lengua; pero dicen que es tarde…».

 

En su libro de sonetos cómicos Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos Lope criticó duramente el extendido esnobismo de hablar en «culto» y se quejó de «la juventud gramaticanda, llena de solecismos y quillotros». A su entender, el culteranismo era comparable a una posesión diabólica:

 

—Conjúrote, demonio culterano,

que salgas de este mozo miserable

que apenas sabe hablar, caso notable,

y ya presume de Anfïón tebano.

Por la liga de Apolo soberano

te conjuro, cultero inexorable,

que le des libertad para que hable

en su nativo idioma castellano.

—¿Por qué me torques bárbara tan mente?

¿Qué cultiborra y brinndalín tabaco

caractiquizan toda intonsa frente?

—Habla cristiano, perro. —Soy polaco.

—Tenedle, que se va. —No me ates ente:

suéltame. —Aquí de Apolo. —Aquí de Baco.

 

En su novela La Dorotea acusó a Góngora de hacer una literatura insustancial, llena de sonetos que se iniciaban con obeliscos, pirámides, marfiles, pechos ebúrneos y líquidas fuentes, y que acababan en nada. Era una lengua obtusa y confusa que no la entendía ni la madre que la parió (es decir: Góngora):

 

—Boscán, tarde llegamos. —¿Hay posada?

Llamad desde la posta, Garcilaso.

—¿Quién es? —Dos caballeros del Parnaso.

—No hay donde nocturnar palestra armada.

—No entiendo lo que dice la criada.

Madona, ¿qué decís? —Que afecten paso,

que ostenta limbos el mentido ocaso

y al sol despingen la porción rosada.

—¿Estás en ti, mujer? —Negose al tino

el ambulante huésped. —¡Que en tan poco

tiempo tal lengua entre cristianos haya!

Boscán, perdido habemos el camino;

preguntad por Castilla, que estoy loco

o no habemos salido de Vizcaya.

 

Las alusiones a Góngora eran siempre claras y directas. Tras escribir versos paródicos al estilo culterano, Lope indica el lector que si es gongurrio (partidario de Góngora), los aplauda, pues son polifemescos (una alusión al personaje de Polifemo, de la fábula gongorina de Polifemo y Galatea). Al felino raptor que aparece en su poema La Gatomaquia, le llama «Polifemo de gatos». Y en este cantar un gato enamorado dice:

 

¿Es posible —decía

con lastimosas quejas—

¡oh más dura que el mármol a mis quejas!

(porque el gato las églogas sabía).

 

El verso del mármol está tomado literalmente de Góngora. Y luego se nos dice que los gatos...

 

... cantaron un romance que por ella

compuso Micifuz, poeta al uso,

que él tampoco entendió lo que compuso.

 

La Gatomaquia está llena de burlas del estilo gongorino, tan abundantes en retorcimiento y figuras retóricas a las que Lope alude:

 

[El gato]

trepaba la lustrosa

reluciente espetera

derribando sartenes y asadores

y con estas demencias y furores

en una de fregar cayó caldera

(transposición se llama esta figura)

de agua acabada de quitar del fuego

de que salió pelado.

 

De esta transposición o hipérbaton tan querida de Góngora hizo Lope burla una y otra vez, como en un soneto de su comedia El capellán de la Virgen, San Ildefonso:

 

Inés, tus bellos, ya me matan, ojos

y al alma roban, pensamientos, mía

desde aquel triste, que te vieron, día

no tan crueles, por tu causa, enojos.

Tus cabellos, prisiones de amor, rojos

con tal, me hacen vivir, melancolía

que tu fiera, en mis lágrimas, porfía

dará de mis, la cuenta a Dios, despojos.

Creyendo que de mí, no, Amor se acuerde

temerario, levántase, deseo

de ver a quien, me, por desdenes, pierde.

Que es venturoso, si se admite, empleo

esperanza de amor, me dice, verde

viendo que te, desde tan lejos, veo.

 

La lengua culta no se entiende, asegura Lope:

 

Cediendo a mi descrédito anhelante

la mesticia que tengo me defrauda

y aunque el favor lacónico me aplauda

preces indico al celestial turbante.

Ostento al móvil un mentido Atlante,

húrtome al Lete en la corriente rauda

y al candor de mi sol, eclipse en cauda,

ajando voy mi vida naufragante.

Afecto aplauso de mi intenso agravio

en mi valor brillante, aunque tremendo,

libando intercalar gémino labio.

—¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?

—¡Y cómo si lo entiendo! —Mientes, Fabio,

que yo soy quien lo digo y no lo entiendo.

 

Hay cien versos más. Podríamos seguir y seguir y citando y comentando, pero este escrito engordaría sobremanera. Así es que no escribo más sobre esta literatura a la que Lope fingió haberse convertido para recalcar su intención paródica y que muy bien puede resumirse en este último soneto que incluimos:

 

Pululando de culto, Claudio amigo,

minotaurista soy desde mañana,

derelinguo la frase castellana,

vayan las Solitúlides conmigo.

Por precursora, desde hoy más me obligo

a la aurora llamar Bautista o Juana,

chamelote la mar, la ronca rana

mosca del agua, y sarna de oro al trigo.

Mal afecto de mí, con odio y murrio,

cáligas diré, ya que no griguiescos

como en el tiempo del pastor Bandurrio.

Estos versos, ¿son turcos o tudescos?

Tú, lector Garibay, si eres bamburrio,

apláudelos, que son cultidiablescos.


 

 


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Utopía

 


 

(Thomas Moore)

 

Cuando le aconsejas a un rey lo que este no quiere que le aconsejes, te pones tú mismo en el trance de que te corten la cabeza y aún has de dar gracias de que el hacha esté afilada y todo acabe a la primera, pues de no ser así y de necesitarse varios golpes con un filo romo, la experiencia que se vive es todo menos agradable.

          Esto le sucedió a Thomas Moore (1478-1535) —teólogo, político, humanista, poeta, traductor y pelmazo inglés—, que se enfrentó a Enrique VIII (a su libido, más bien) y acabó mal. Le hicieron santo siglos más tarde, pero eso no lo pudo disfrutar.

          Solo que, antes de ir al tajo (al patíbulo, no a trabajar), tuvo tiempo de escribir una novela sobre un mundo ideal, que es la que pasamos a describir para que nadie tenga que tomarse el trabajo de leerla. Esta novela se titula Utopía[1].

          Raphael Hythlodaeus es un explorador que va y vuelve a algún sitio y, a su regreso, cuenta lo que ha visto en la isla de Utopía, de la misma manera que los pescadores detallan lo grande que era el pez que pescaron en sus últimas vacaciones.

           Aparte de esta descripción, el libro no contiene nada: no hay escenas de sexo ni aparecen dragones, nigromantes, ingenieros informáticos ni otras criaturas malignas.

           Así es que pasamos, sin más, a comentar lo que vio Hythlodaeus, a quien en adelante nos referiremos como Hy, para el siempre provechoso ahorro de tinta.

          Los habitantes del lugar cortaron el istmo que unía su territorio al continente. No hay que ver aquí ninguna alusión al Brexit (que entonces aún no había tenido lugar), sino la sempiterna idea británica de que los europeos somos seres abyectos y despreciables a los que se ha dejado entrar, por un lamentable error, en la especie humana. Esta monumental obra de ingeniería se llevó a cabo por orden del rey Utopo[2].

          La república (es una república con rey, ¡agárrense!) Tiene cincuenta y cuatro ciudades-estado, por si un estado fuera poco. Su capital se parece sospechosamente a Londres, por lo que no sabemos qué diablos hace en un país supuestamente ideal y perfecto. Se llama Amaurota, lo cual es aún más londinense, pues ese nombre significa «oscuro» y recuerda el hollín de la británica capital. La urbe está emplazada sobre el río llamado Anhidro, que, como es un vocablo que significa «sin agua», nos parece una denominación un tanto pesimista, por no decir directamente estúpida.

          Todas las ciudades tienen la misma forma, la misma extensión y el mismo número de puestos de castañas asadas.

Además, como todas las ciudades son iguales, el rango de capital de Amaurota levanta ampollas entre las otras, que se consideran en nada inferiores a esta y superiores en muchos aspectos. Sus habitantes sienten hacia la capital algo parecido a lo que siente Gijón con respecto a Oviedo o Cartagena con respecto a Murcia. No hace falta dar más ejemplos.

 

          En las casas hay dos puertas: una para entrar y otra para salir. El número de ventanas es libre, aunque siempre debe ser una cifra impar.

          Estos domicilios no pertenecen a los ciudadanosporque allí no hay propiedad privada—, sino que las gentes los comparten, al igual que los caballos y la ropa interior. Cada diez años, por sorteo, los utópicos se cambian de casa y dicen pestes de los inquilinos anteriores, que suelen dejar rotos todos los armarios de la cocina y fundidas la mayor parte de las bombillas[3].

          En Utopía hay completa libertad religiosa y todos pueden adherirse a cualquiera de las religiones de la isla. Lo que pasa es que ahí solo hay una religión, la de siempre, así es que a todos toca apuntarse a esa; ahora, que pueden hacerlo libremente, eso sí.

          En cuanto a política, la cosa es más complicada. Allí gobierna un funcionario con el título de Ademos (literalmente «sin pueblo»), al que eligen los traniboros, que son los representantes elegidos a su vez por los doscientos sifograntes, que son los jefes de grupos de treinta familias, elegidos a su vez por los cabezas de familia,  que son los patriarcas de toda la vida, porque en esa sociedad ideal las mujeres no tienen ni voz ni voto, ni pueden ir a la peluquería.

          El cargo de Ademos es vitalicio, salvo que lo apuñalen antes. También se le puede reponer si existen sospechas de que ejerce la tiranía o si padece del hígado.

          Hay pena de muerte para los que hablen de política fuera del Senado, para evitar así posibles complicaciones. Tampoco se puede hablar de fútbol, porque aún no hay. La caza está prohibida, así como reírse de los lisiados y con los chistes de Lepe (vamos, del equivalente utópico de Lepe, que resulta ser Ciudad 34, porque no se han molestado en bautizarla).

          Y como esta es una novela sin argumento, no puedo contarles nada más.

 


 



[1] Realmente se titula Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de óptimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopia, que significa Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía. Viendo como el autor se empeña en usar dieciséis palabras donde con una hubiera bastado, nos hacemos idea de lo plúmbea que puede ser la obra.

[2] Esto de que el rey se llame como su país o el país como su rey resulta muy práctico a la hora de recordar su nombre. Siguiendo esta costumbre, podríamos haber tenido reyes llamados Andorro, Albano, Austrio, Búlgaro, Chipro, Finlando, Polono, Zambo o Bhutano (y al llegar a Bhutano se me acaba el gas y ya no sigo con la relación).

[3] ¡Ay! ¡Que aún no había bombillas entonces! ¡Qué manera de columpiarnos!